viernes, 5 de agosto de 2011

El eterno anhelo del tiempo pasado


En 1965 Umberto Eco publicó Apocalípticos e integrados, uno de los libros más emblemáticos sobre el estudio de la cultura de masas que, grosso modo, plantea la existencia de dos actitudes de vida con respecto de la cultura: los apocalípticos, quienes advierten una corrupción de lo tradicional como signo inequívoco de la degradación del espíritu del hombre; o los integrados que, por su parte, aceptan con benevolencia todos los beneficios que acarrea la modernidad y la reciben como una etapa necesaria e ineludible.
Si en los términos anteriores se me permite hacer una lectura de Medianoche en París (2011), filme más reciente de Woody Allen, quien no es ajeno estas cuestiones de la Comunicación ―cómo olvidar el clásico chiste de Annie Hall (1977) en donde el cineasta neoyorkino hace aparecer al mismo Marshall McLuhan para desmentir a un pedante pseudointelectual―, diría que el tema central es muy parecido: los conflictos entre personajes con actitudes “apocalípticas” manifestadas en sentimientos de no pertenencia al tiempo que les corresponde vivir, y personajes plenamente arraigados en su presente.
La historia es protagonizada por Gil Pender (Owen Wilson), quien viaja junto con su hermosa prometida Inez (Rachel McAdams) y sus futuros suegros a París, lugar en donde vivirá una serie de aventuras, todas a partir de la medianoche, con grandes personalidades de la cultura occidental de la primera mitad del siglo XX. Por fantasioso que lo anterior suene, una vez que se comienza a ver la cinta se concede sin ningún 'pero' lo estipulado en el contrato de ficción que conlleva la historia.
Woody Allen presenta esta vez una comedia romántica que tiene implicaciones más allá de los simples encuentros y desencuentros amorosos, y la particularidad de imbricación temporal que despliega: el sentimiento de no pertenencia que sufren dos personajes en distintos momentos de la película abre la interrogante sobre cuál es el mejor tiempo para vivir. El anhelo de remembranza es vencido cuando se les concede el ser partícipes de un tiempo en el que no nacieron, pero las conclusiones que cada quien obtenga de aquella experiencia, habrán de marcar el rumbo de la trama.
En medio de tantos saltos en el tiempo, cobra fuerza aquella frase de Jaime Sabines que se preguntaba sobre si hacíamos las cosas sólo para recordarlas: ¿En qué radica la magia del pasado? Todo lo nuevo parece “apocalíptico” cuando no se aceptan las coordenadas temporales a las que estamos sujetos y el espíritu humano anhela entrar en reversa.
Resta mencionar la fiesta de personalidades pasadas y actuales en un solo filme; vemos a Hemingway, Dalí, Picaso, Buñuel, los Fitzgerald, T. S. Eliot, etc. interpretados por caras conocidas que inundan la pantalla y muchas de las cuales se muestran nuevas por el papel que les toca representar: Carla Bruni en el papel de una guía de museo, Kathy Bates en el papel de la escritora Gertrude Stein, o Adrien Brody interpretando al mismísimo Salvador Dalí en una secuencia hilarante.
Asombra de Woody Allen la maestría para desmarcarse de sí mismo en cada uno de sus filmes al grado que pareciera dos cineastas distintos―como él tematizó en Melinda y Melinda (2004)―, sin embargo el elemento cultural (en el sentido de alta cultura) imperante en su trabajo enlaza todas sus facetas y nos resuelve la incógnita: es un solo cineasta y es grandísimo.
Gracias modernidad (¿posmodernidad?) del XXI por hacer una película “integrada” con espíritu “apocalíptico”.